Ha pasado un año y pico desde mi última entrada. A decir verdad, unos 13 meses, para ser exactos. ¿Los motivos de mi ausencia? Quizás que me sentía más cómodo escribiendo en otros blogs de temáticas distintas a nuestro querido Rockrítico, quizás que me daba pereza soltaros un rollo largo acerca de una música que por desgracia cada vez escucha menos gente... Me disculpo de antemano.
Pero lo cierto es que tenemos nuevos colaboradores (¿habéis leído los artículos de Galis? El mejor fichaje que hemos tenido con diferencia...), el blog se está renovando y al final he acabado yo también contagiado de las ganas que le están poniendo los chicos las últimas semanas. En resumen: he vuelto, para bien o para mal, y la música clásica conmigo. Y como la primavera nos queda ya lejana y siempre me ha picado la curiosidad de analizar por estos lares Las cuatro estaciones del maestro Vivaldi, soltaré el tópico aquel que se ha puesto tanto de moda de "se acerca el invierno" para dejar constancia de que he regresado para quedarme. Al menos, hasta que me de otro ataque de vagancia o de depresión injustificada.
De Vivaldi poco puede decirse que no se sepa todavía. Considerado uno de los maestros del Barroco (aunque sin llegar a las cotas de grandeza que tuvieron Haëndel o Bach), desde luego fue el mejor compositor que legó Italia en su tiempo, por encima de los Albinoni, Marcello o Corelli, y ha pasado a la Historia por ser el ideólogo de esa joya de la música llamada Las cuatro estaciones: cuatro conciertos de diversos movimientos que captan perfectamente las sensaciones que otorga cada una de las épocas del año mediante increíbles solos de violín, inolvidables estribillos orquestales y un aura de magia y genialidad impregnando toda la composición.
Y aunque la más reconocida de las cuatro sea la optimista y vitalista Primavera con ese primer movimiento tan pegajoso y archiconocido, tengo que decir que este Invierno, si bien no la supera en cuanto a sensaciones y desarrollo, sí que es capaz de tener su propio sello de grandeza y buen hacer, a pesar de retrotraernos a la época más fría y deprimente del año. Y es que... ¿qué mejor sensación que escuchar esta pieza arropado en mantas, con la estufa al lado y la nieve de fondo? La verdad es que no lo sé, porque en Melilla nunca nieva, pero tiene que ser una pasada...
Del primer movimiento, para todos aquellos que os sepáis la Primavera de memoria, lo primero que podéis pensar es que a Vivaldi se le cruzaron los cables y empezó a despotricar contra todo Cristo en esos primeros compases donde la tónica son los golpes secos y los acordes bruscos que preceden a un estribillo orquestal en el que no se complica mucho la vida a la hora de elaborar la melodía, utilizando una música estática, por momentos machacona y en un serio y deprimente tono menor. Eso sí, cuando aparece el solo del violín... al estribillo tristón le pueden dar por saco. Y no es porque sea un solo que aporte mayor alegría o ganas de vivir al conjunto, es que... es puramente genial. Como todos los solos de violín a lo largo de todas las estaciones, por supuesto, aunque con el mérito de que este es capaz de dejar a la orquesta no en un segundo, tercer o cuarto plano: más bien, nos olvidamos casi por completo ella, si bien aporta su granito de arena gracias a un acompañamiento perfecto y sobrio. Alguna otra parte de ese estribillo tan poco inspirado alternándose con el solista y, de golpe y porrazo, saltamos a la que es mi parte favorita del concierto.
El segundo movimiento de Invierno utiliza la mecánica que siguen las otras tres estaciones: que a la presentación del concierto (la que pone los puntos sobre las íes acerca del carácter de lo que vamos a escuchar a lo largo de la obra) le siga una dulce melodía del solista, más lenta, tocante, cercana y de maravilloso sentimiento, con la orquesta actuando como feliz acompañante y espectador del lucimiento del músico. Y en la estación que nos toca, el solo en cuestión refleja una melancolía arrebatadora y deliciosa, una bellísima melodía de apenas dos minutos que, en manos de un virtuoso, siempre es capaz de sacar más de una lágrima al oyente. Mientras, el resto de músicos hacen de coro secundario mediante pizzicatos (punteo de la cuerda) y notas de acompañamiento tenidas que hacen del movimiento una obra maestra.
Lo mejor de esta parte lenta en mi opinión no es solo su capacidad de despertar emociones, sino también la de actuar como transición entre dos bloques peleados con el mundo en general. Invierno traslada a nuestros tímpanos el carácter invernal: apagado, oscuro, por momentos furioso y desgarrador, pero a veces también con tiempo para dejarnos bellas estampas de edificios nevados, lagunas heladas y niños construyendo un muñeco de nieve. Lo que representa, en resumen, el brillantísimo segundo movimiento.
Pero claro, la transición no puede durar mucho, y pasamos ahora a lo que significa la despedida de la estación favorita de los Caminantes Blancos. El Allegro final reúne un poco de todo lo que significa auténticamente el invierno en una conclusión en la que el solista y la orquesta se pelean por acaparar el protagonismo. Y lo cierto es que aquí la cosa anda más nivelada: las melodías de ambos confluyen en una maraña de golpes secos y fuertes, y solos dolorosos y a la vez llenos de vitalidad. Todo ello configurado en un estribillo poco claro que intenta manifestarnos esa furia y antipatía propias de esta época del año, que acaban apagándose en un curiosísimo y brusco cambio justo antes del final: una melodía reposada, tenue y llena de paz, en la que la orquesta, por una vez, no parece sentirse mal consigo misma, a la que sigue un rápido cambio de tempo que nos advierte de que ha llegado la traca final. El violín, con un pasaje a toda pastilla acompañado de forma puntual por la orquesta, se luce en su última aportación al conjunto antes de que el resto de músicos vuelva a entrar al unísono con una sucesión de fusas en dirección a un único destino: una cadencia final conclusiva, con contundencia y a la vez apagada sensación, que nos deja a las claras que el invierno tiene más cosas peores que mejores, pero que la música puede plasmarlas hasta elevarlas a la categoría de arte.
Por último, dos apuntes importantes: el primero es que he decidido dejar de poner valoraciones de las obras clásicas a partir de ahora. Pero si queréis saber mi opinión, Invierno, sin pasar a la eternidad como su hermana Primavera, sigue siendo una obra memorable, a ratos maravillosa y que, al igual que los otros tres conciertos, capta a la perfección lo que busca. Y el segundo... ¡que Vivaldi no es sólo Las cuatro estaciones! También nos dejó grandísmas obras (aunque no tan buenas, evidentemente), como sus conciertos para mandolinas o, la que considero como un tesoro digno de escucharse, su Concierto para dos violines en La m. Y si os gusta el género, ya estáis tardando en ir a echarles un vistazo.
¡Nos leemos!
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