Esto debería ser la crónica de un concierto. Debería. Pero relatarlo
como tal no está a mi alcance. Me faltan conocimientos del idioma, de la
perspectiva del grupo en el tiempo y del contexto adecuado. Y es que aquí está
la clave, en el contexto. Lo vivido el pasado jueves en la sala But es injusto
que sólo sea denominado concierto. Se reúnen los elementos para ello, estoy de
acuerdo. Colas antes de entrar en la sala, fans combatiendo con fotógrafos por
hacerse hueco en primera fila, y unos tipos en el escenario que acarician
guitarras de las que brotan sonidos que nos hacen viajar. Quizá la mejor
denominación sería la de experiencia. La de comunión con un público que
participa con ellos del show hasta encima del escenario. La de la visualización
de ropajes extraños, telas de seda que envuelven cuerpos morenos descalzos. Me
permito la absurda comparativa de sentirme Kapuscinski en Viajes con Heródoto. Algo distinto que me aleja de ellos al no
entender las palabras que hay detrás de sus voces. Voces del desierto, de
bereberes, de tuaregs. Para mi fortuna encuentro interlocutores entre el
público. Vienen de Marruecos, de la frontera con Argelia, han viajado hasta el
Muro del Sáhara Occidental. Es la víspera del 14 de noviembre. Hace 39 años que
España olvidaba que tuvo una colonia y dejaba otra huella oscura de su
historia. Marruecos y Mauritania se repartían el pastel. El pueblo saharaui era
condenado al olvido, a la guerra, al exilio y a la ocupación.
Tinariwen vino a Madrid dentro de una gira europea que les está llevando a recorrer las principales capitales del viejo continente. Presentaban su nuevo disco, Emmaar, el sexto de una larga carrera que se inicia en 1982 al hilo de las revoluciones tuaregs de los 70. De alma nómada, procedentes del Sáhara occidental, su música es un reflejo de su tierra de origen. La actuación fue de menos a más. Los verbos floridos de textura delicada se entrelazaban con un maridaje de electricidad proveniente de las guitarras y el sonido más primitivo, natural y orgánico de las palmas y el djembé. Una comunión de blues del desierto, a la que se unen para adornar su actuación los bailes de uno de sus miembros. Movimientos sin un compás definido. No hay coreografía, es un nómada, baila libertad.
La temperatura iba aumentando, las sonrisas y miradas
cargadas de emotividad bajo el turbante iban aumentando. Los riffs del bajista,
Eyadou Ag Leche, en mi opinión el mejor músico del grupo, acompañaban a las
chicas que subieron al escenario con lemas reivindicativos. Don´t keep calm and Sáhara Libre!
Y de esta forma el assouf,
el estilo de música que ellos mismos han inventado lució más que una puesta
de sol en el desierto en la noche madrileña. La combinación de blues, rock,
reggae y el folk de los hombres azules del desierto dejaron con ganas de mucho
más al variopinto público. Jóvenes europeos con barbas árabes. Árabes portadores
de banderas y acompañantes occidentales que ayudaban a sostenerlas. En la
lejanía y disfrutando de la música en intimidad, melómanos veteranos que te
rompen tu supuesto conocimiento musical al cruzar cuatro frases con ellos. La
experiencia suma más de un grado. Que suerte que la música salte muros, tumbe
vallas, y no entienda de fronteras. A través
de su música, Tinariwen, exiliado durante la grabación de su último disco en
los EE.UU. debido a los problemas políticos y la difícil situación que sigue
viviendo el norte de Malí, unieron razas, ideologías y convicción. La música
siempre tiende puentes.
Abandonan Madrid y su peregrinaje nómada los lleva a Londres. Aquí
han dejado una huella que seguro perdura más que la que deja una pisada en las
arenas de las dunas del desierto. Desierto, que como ya cantaba Reincidentes "Se llame libertad".
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