250-226 * 225-201 * 200-176 * 175-151 * 150-126 * 125-101 * 100-76 * 75-51 * 50-26 * 25-1
Hace ya diez años, diez, que compartí una imposible lista con cincuenta de mis temas favoritos. En esa década, cabe esperar que los gustos de uno tomen derivas inesperadas, que muten y se evolucionen en vertientes difíciles de predecir en el momento. Dicen que si tus opiniones no cambian entre los 20 y los 30, es que has perdido mucho el tiempo… ¿se aplicará eso también a las canciones? Y lo que es más importante: ¿se me aplicará a mí? Sin querer revelar mucho de esta serie solipsista, es bastante plausible.
Lo que sí que garantizo, como mínimo, son 200 canciones nuevas en este DLC inesperado en el que me reencuentro con mis raíces, como Hannah Montana en Hannah Montana: la Película (a falta de un ejemplo mejor). Piensa en esto como si fuera un test de compatibilidad: quizá descubras un alma gemela musical, o tal vez unos cuantos temas idóneos para alguna playlist. O podría ser que acabes cuestionando mi autoridad, mi gusto, o la labor de mis padres en mi educación, nunca se sabe. Sólo hay una manera de averiguarlo y es lanzándonos de lleno a la lista. Pues venga.
Matt Bellamy soñó una vez con meter el dedo (u otra cosa) en la conexión eléctrica de su amplificador para así hacerse uno con el
overdrive; tras valorar pros (molaría mucho) y contras (supondría su deceso), optó por lo siguiente mejor, que es componer “Plug in Baby”, el himno guitarrero de toda una generación. El riff es descomunal, una descarga adrenalínica que propulsa esta musculosa canción, donde Wolstenholme y Howard no se quedan atrás, desde luego. Pero está claro que esta es la canción de Bellamy por excelencia: antes de vender su alma a sus delirios, era una
rockstar indiscutible, capaz de hacer viguerías con las seis cuerdas y berrear falsetes como muy poquitos. Nunca volvieron a alcanzar estas cotas de caña máxima.
El momento: “And I’ve been in troooouuuble / WHOOOOOOOAAAAAAAAAGHHHHHHHH” antes de alunizar en una última repetición del riff. Cómo no saltar de un coche en marcha ante eso.
Lauper se labró una envidiable carrera como aspirante al trono del pop, la alocada Sofía contra la preparadísima e inmaculada Leonor que resultó ser Madonna (veremos cómo envejece esta absurda comparación). Los mejores momentos de Lauper, sin embargo, suelen mostrarla entre lágrimas delante de una ventana cubierta de gotas de lluvia. “All Through the Night”, que de hecho es una versión de Jules Shear, no es la más célebre de esa camada, ni mi absoluta favorita (spoilers), pero sí que codifica la melancolía con una madurez y un gusto exquisitos: ese sintetizador tintineando, esa pasión desgarradora, ese ritmo lejanamente reggae que ilumina una noche infinita. La mejor compañía para acurrucarse en la cama en soledad y llorar.
El momento: el estribillo es capaz de reducir a sollozos a personas curtidas en mil pogos.
Acostumbraos a ver a Aimee Mann y compañía en esta lista. La carrera de esta banda de Boston se reduce a tres discos pero, conociendo su promedio de bateo, si hubieran sacado dos docenas de canciones más en su trayectoria, serían mi banda favorita de todos los tiempos. En “Coming Up Close” se dejan seducir por una carretera en el desierto, por el polvo que levanta una pareja de tortolitos furtivos en un viaje abocado al desastre. Mann en ´Til Tuesday es una figura atípica, una cantautora con tendencias sombrías atrapada en una banda de pop: “Up Close” la encuentra en un registro cómodo, con una calidez que reconforta y contrasta de manera espléndida con lo más anticuado de la producción. Quizá en ese choque está la magia, y aquí de eso hay a raudales.
El momento: Mann no es una cantante superlativa, y por eso cada vez que pone su voz al límite (“but anything I could have said I felt somehow that you already knew”) resulta tan estremecedor. Especialmente la primera vez cuando, tras soltar todo lo que tenia que soltar, nos quedamos solos con las guitarras, como Aimee en su motel.
Que Orson, un grupo de tres al cuarto que en al menos un universo paralelo ha ocupado el lugar que tiene Maroon 5 en el nuestro, haya tenido tanta perdurabilidad en mi vida musical, no lo podía prever nadie. Pero es que “No Tomorrow” (y en general su
Bright Idea de 2006) es magistral, una lección sobre cómo montar una buena fiesta en tus tímpanos con DJs y chupitos incluidos. Si Dani Martín se hubiera puesto zapatos de vestir aquella vez, a lo mejor hubiera hecho algo parecido a esto, un casi-hit para bailar como si no hubiera un mañana, literalmente. Es extremadamente mid-2000s, mis años formativos, pero el sentimiento de querer sudar alcohol en un garito con el amor de tu vida es atemporal.
El momento: vais a pensar que sólo hablo de estribillos, así que esta vez escogeré el “oh ooh OOOHH” con el que Jason Pebworth les da paso. Qué forma de crear hype, y con lo que viene después, no prometen en vano.
Como le dijeron a un amigo mío en la graduación del bachillerato, “me sorprende verte por aquí”. Porque “World in My Eyes” no tiene los fuegos artificiales de otros temas de DM (y creedme, los vamos a volver a ver), pero es que en el
Violator eran más de látigos y cuero. Y este “World” no se queda en solvente sin más: es un trepidante crucero del vicio en la mazmorra personal de Martin Gore, que a través de Dave Gahan promete (¿amenaza?) con llevarnos a lugares maravillosos sin movernos de la silla, aunque creo que sus intenciones distan de simplemente ofrecernos un número del National Geographic. La base rítmica es más intrincada de lo habitual en Depeche, y por todas partes los sintetizadores nos alertan de que lo más cabal sería huir despavoridos. Pero, iluso de ti, ya es demasiado tarde: has caído en su red. Relájate y disfruta, pero va a doler.
El momento: nuestros verdugos se lavan las manos: “that’s all there is… Nothing more that you can touch now, that’s all there is!”. Y vuelta a esa efervescente y ácida figura de ocho notas.
Dusty fue un día al festival de San Remo, le gustó una de las canciones interpretadas y, como queriendo eximir proféticamente al evento de su futura responsabilidad en el surgimiento de ese comando terrorista conocido como Måneskin, la convirtió en suya, y en inmortal. Aquí la tibieza y el recato brillan por su ausencia: la llegada de Springfield se anuncia con el bramido de un millar de trompetas y coros celestiales, que es exactamente lo que merece. Lo que viene después es un espectáculo para el oído, pocas veces se maneja con tanta pericia esa tensión entre las acusatorias estrofas y el conmovedor estribillo, en el que se nos acoge con eterno amor pese a nuestras múltiples ofensas. La desesperación de Dusty es cada vez mayor, echándose a sí misma la culpa de tanta traición, resignada a las que vendrán. Al menos su sufrimiento se ha traducido en una de las cosas más bellas producidas por nuestra especie, y no en mares de lagrimas y cuatro cubetas de Ben and Jerry’s en la papelera. Que tampoco suena mal, no lo vamos a negar.
El momento: el bramido de un millar de trompetas y coros celestiales, por supuesto.
Antes de la fiebre del sábado noche que duró por lo menos hasta el lunes siguiente, los Bee Gees ya eran uno de los grandes grupos de pop vocal. Su
Main Course de 1975 ya los empieza a ver meter los pies en el océano de la música disco, pero “Nights on Broadway”, pese al título, todavía está algo (no mucho, hay que admitir) alejado de las luces de neón. Es, de hecho, puro músculo: cuando los Gibb proclaman “
heeeere we are / in a room full of strangers”, ni sus falsetes disimulan que pueden partirte la cara, por mucho que el resto de la letra hable de un romance en la Gran Manzana. Sus voces atipladas suben y suben como un globo aerostático hasta que de su mano podemos codearnos con los rascacielos y disfrutar de las vistas. Después sería todo pantalones de campana y cocaína en los baños, así que aprovechemos esta noche mientras dure.
El momento: las réplicas del coro cada vez más desquiciadas (“Blame it on! Blame it on the nights on Broadway! AAAAAAAAAGH! YEAAAHYEAHHYEAAAH!!!). No sé qué hermano es (supongo que Barry) pero suena como una banshee siendo quemada viva y me encanta.
Pilla a un neozelandés de malas, y te bailará una
haka antes de festejar tu aniquilación, pero como esté tontorrón y se apellide Finn, puede construirte tres (o cuatro) minutos de pop perfecto. Imagina la mejor comedia romántica de los ochenta, en la que en un intento angustioso de capturar la atención del objeto de su deseo, el protagonista recurre al típico método de secuestrar un micrófono y cantarle una serenata: si la película tenía a alguien decente detrás de la selección musical, habrá escogido “Message to My Girl”, un meloso himno, predominantemente piano y voz, en la que el futuro Crowded House Neil Finn se deshace de su armadura y empieza a desmenuzar las neuras que le impiden compartir sus sentimientos. Es un truhán encantador, y la canción una hermosura para cualquier que tenga corazoncito.
El momento: Neil reúne todas sus fuerzas, cierra los ojos, y se lanza al vacío combinando los dos pre-chorus en uno para mayor impacto: “think it’s time I made it heard / so I’ll sing it to the world”.
Otra declaración de intenciones lujuriosas, aunque esta vez en un tercio totalmente diferente: el carismático O’Neal parece menos interesado en la consumación que en darle rienda suelta al boogie. Pese a no ser el nombre más reconocido del R&B contemporáneo, es un intérprete magnético, capaz de hacer parecer que si la muchacha no le hace caso, podría significar el fin de la especie humana, y sin perder el buen rollo. Pero no nos engañemos: la verdadera protagonista es la producción de Jimmy Jam y Terry Lewis, los genios detrás de buena parte del éxito inicial de Janet Jackson. Es un lujo disfrutar de cada cuidadísimo y brillante detalle, todo es purita chuchería auditiva: los metales, los pads, los hi-hats, el burbujeante bajo… Para deleitarse en su resplandor con unos buenos auriculares.
El momento: complicado destacar nada porque hay quince cosas llamando tu atención en todo momento. Pero me quedo con el build-up inicial: los teclados etéreos interrumpidos por el entrecortado golpe a la batería, que precede a esa sobredosis de estímulos. La calma antes de la tormenta funky.
Hace diez años, no le profesaba amor alguno a la música española, y mentiría si dijera que las cosas han cambiado en demasía. Pero este tema de los gallegos Golpes Bajos es un indiscutible. Hace poco salió una película llamada
No mires a los ojos, bastante mediocre (quién podía imaginar que depender de las dotes dramáticas de Paco León iba a ser un movimiento cuestionable) salvo por dos cosas: el cameo surrealista de Iñaki Gabilondo, y el uso de “No mires a los ojos de la gente” como leitmotif. Coppini es uno de los alumnos más aventajados de la escuela Morrissey de cantar regular pero ser, pese a todo, intachable: su dramatismo exagerado frente a la saltarina base musical nos proponen un choque explosivo. Dice muchísimo de la banda que sean tan recordados con apenas un par de docenas de temas a sus espaldas. Hay motivos para ello.
El momento: “Quédate a mi lado, no te marches máaaaaAAAAAS”. El cohete Germán Coppini despega con destino al planeta Angustia.
El power pop, esa variante del rock pegajosa y difícil de identificar a veces, es uno de los géneros que mejor suelen optimizar la duración de sus temas: estribillos inolvidables, guitarras chiclosas y armonías juveniles combinan sus fuerzas para dispararte serotonina en vena. Tommy Tutone hicieron, básicamente, una canción. Pero qué canción: el riff jangly se muda a tu cerebro la primera vez que lo escuchas, y aunque se te pueda olvidar el teléfono de tu madre, el de Jenny se te queda grabado para siempre. La muchacha, si alguna vez ha existido que no está muy claro, tendrá sentimientos encontrados sobre su pasaporte a la eternidad (casi todas las personas que han registrado ese número han acabado sucumbiendo ante la presión de miles de llamadas intempestivas), pero al menos tiene un consuelo: la conoce exactamente el mismo número de gente que conocen a Tommy Tutone.
El momento: el duelo vocal del puente: "I got it (I got) I got iiit...". La pobre Jenny estaba solicitada, según parece.
En el canon de la música occidental Chrissie Hynde quedará retratada como una de las grandes mujeres rockeras, en ese intento de juzgar a todo el mundo por el rasero de cuántas veces se dejaron ver con chaquetas con tachuelas. Por algún motivo, que tus mejores canciones sean de inspiración bastante Spectoriana y sesentera te resta autenticidad. “Talk of the Town” es una de esas obras inmaculadas se mire por donde se mire, una fantasía construida con muros de guitarras reverberantes, palmadas, y los lamentos de Hynde, que poco o nada tienen de punk. Es un himno de madurez, de darte cuenta de que la gente que conocías va encontrando su propio camino, a menudo alejado del tuyo propio. Que no es mejor ni peor que gritar sobre esnifar pegamento, pero es más universal.
El momento: el falso final en el que el tema se detiene y, justo cuando todo está perdido, aparece la descarga de Hynde (o de Honeyman-Scott, otro héroe olvidado). Aún hay esperanza.
238. The Church, Reptile
Hay canciones que necesitan cierto poso para evidenciar su brillantez, que sólo revelan sus secretos pasadas unas cuantas escuchas. "Reptile" no es de esas: en cuanto suenan las primeras notas del lick de Marty Willson-Piper ya está todo el pescado vendido. Herederos del doble ataque de pioneros post-punk como Television (cómo pueden ser Television post-punk y proto-punk al mismo tiempo es un tema que no tengo tiempo para tratar en estas líneas), los australianos The Church llevaron su sonido a lo atmosférico, como diseñándolo para rellenar ambientes del tamaño de estadios. Su éxito quizá no fue en consonancia con su ambición, pero son de los pocos supervivientes de aquella era que preservan su dignidad intacta. Ya no se hacen temas tan grandiosos como este, pero lo más sorprendente es que ni siquiera es el mejor del disco en el que se encuentra...
El momento: en un mundo ideal, toda persona que prueba una guitarra en una tienda lo hace con este riff, y no con "Smoke on the Water".
237. The Killers, My God
Pónganse en fila y dirijan las disculpas adecuadas a los de Nevada, que lejos de tener el fuelle agotado después de tantos giros y requetegiros, están en una trayectoria ascendente justo ahora, veinte años tras el inicio de su andadura. Su marca es fácilmente identificable, gracias al histrionismo de Brandon Flowers y a su sonido retro nuevaolero (su último
Pressure Machine es una clara desviación de esa fórmula, veremos cuánto les dura). "My God" es, en mi opinión, que aquí es la que cuenta, lo mejor de su carrera reciente: el "four to the floor" discotequero es una herramienta devastadora en manos de esta gente, que convierte la pista de baile en una especie de campo de batalla del espíritu en el que desfilar. Recomiendo agitar con vehemencia los hombros a su ritmo contagioso, y simular epifanías cada vez que ese acorde (un Mi bemol menor) nos teletransporta a las puertas de San Pedro. No veo posible disfrutarlo de otra manera.
El momento: el arma secreta, que me he guardado para este momento, es nada menos que la inconmesurable sacerdotisa de confianza Weyes Blood, que nos recibe en las alturas: "
the weight has been lifted". Suena un poco a "
Always" de Erasure, pero eso es un punto positivo desde mi punto de vista.
El agua de Minneapolis hidrató la sed creativa de Prince, pero el canijo no era el único miembro de la realeza de las Twin Cities. Los 'Mats domaron su rebeldía hardcore hasta niveles más controlados que sus congéneres los Hüsker Dü, y en el proceso se convirtieron en una de las bandas alternativas más veneradas del underground. Paul Westerberg y su cascada voz nos trasladan de inmediato a noches al calor de birra barata y buena compañía, el refugio de una generación perdida entre el punk y el grunge. No hacen falta muchos ingredientes, sólo poner en un mismo caldero a Big Star y The Clash con un poquito de nihilismo (con Reagan en el cargo, había más que de sobra), y ya estaría, sólo falta esperar a la inmortalidad. No hay ironías, ni dobles juegos, ni nada enmascarado, sólo un poco de buen rock and roll. Y a mediados de los ochenta, eran los números uno en eso.
El momento: el final inesperado, en el que mandan todo al carajo y le prenden fuego (metafórico). Por si se nos olvidaban sus raíces.
235. Simply Red, Sunrise
Es cercano a la herejía, y más para un ultrafan de Hall & Oates como el que suscribe, poner a este sucedáneo de "
I Can't Go for That (No Can Do)" por encima de su original, aún más cuando conserva buena parte de sus elementos. Pero la actualización a la que Simply Red somete a ese clásico cumple y más que de sobra, elevándola a cotas de refinamiento inusitadas. No me atrevería a decir que es mejor que su homóloga, pero sí que es como coger un puzle y darte cuenta de que esas mismas piezas encajan para formar otra imagen distinta, más chic, más sensual y decadente. "Sunrise" goza una producción que agradece una escucha detenida, tan impecable que es digna de un anuncio de Dolce&Gabbana. A Patrick Bateman seguramente le encante, y qué mayor honor se le puede otorgar a algo que ese.
El momento: para sorpresa de nadie, el estribillo, que de hecho es donde más se aleja el tema de "I Can't Go for That". ¿Quizá si hubiera prescindido del sample hubiera sido aún mejor?
Os doy la bienvenida al festival Fleetwood Mac, que entre ellos mismos y sus confluencias van a protagonizar un notable porcentaje de la lista. Esta no es si no la primera de todas sus apariciones, una modesta tonadilla que no ha dejado de sonar por todas partes desde 1987: escuchando "Little Lies", jamás pensarías que esta banda tiene su origen en el blues británico (!). Los sintetizadores de todas las formas y colores engalanan esta maravilla, y aunque uno de los puntos fuertes de los Mac es su diversidad en vocalistas, raras veces el despliegue es tan espectacular. Christine McVie predomina, pero Lindsey Buckingham no pierde la oportunidad de susurrarnos, paneadísimo e irreconocible, como si fuera la voz de nuestra conciencia. El mayor testimonio de un grupo que, pese a todas las vicisitudes, se adaptó mejor que nadie a los tiempos.
El momento: seguramente se odiaban a muerte por aquel entonces, así que ese "tell me lies" encadenado de McVie a Nicks a Buckingham es un milagro.
En cuanto suena esa intrigante introducción de balalaika, en lo que es el mejor uso del instrumento en el pop (salvando quizá el "
Casatschok" de Georgie Dann), uno sabe que le espera un viaje psicodélico como pocos hubo en los ochenta, década que por cierto acapara más de la mitad de este catálogo de momento (antes de que preguntéis: no, no va a cambiar la cosa). Ian McCulloch canaliza a su mejor Jim Morrison con su tembloroso barítono en este "The Killing Moon", la obra cumbre de Echo; para McCulloch eso se queda corto: él dice que es la mejor canción jamás escrita. (404: Humildad not found). Resulta difícil contradecir al escocés, porque no se guardaron nada: pizzicatos, acordes a lo western, y por supuesto la interpretación del bueno de Ian, el colmo del dramatismo romántico. Yo también estaría orgulloso.
El momento: el clímax, cuando McCulloch canta con todo el aire de sus pulmones "he will wait uuuuntil", y una reverberación ultraprofunda (¿un contrabajo? nunca lo he sabido) nos revuelve el estómago.
“
Hey little fella”, mira, en todas las listas de esta extensión hay ítems injustificables, y aquí llega el primero. De Wet Wet Wet lo único que puedes decir sin tener miedo a perder credibilidad es que se les veía muchachos muy pero que muy sanotes: su papel de proto-
boyband de blancos amantes del soul los coloca en la posición de ser los artistas menos cool que vais a ver por aquí. Pero “Sweet Surrender” no necesita que la defienda yo, sus sedosos 262 segundos hablan por sí mismos. Dejad que cada edulcorada armonía, cada redoble de batería electrónica, cada ataque de la sección de vientos embelesen vuestro maltrecho corazoncito. Es muy maximalista, pero aún así preserva mucha sutileza, y sofisticación. No es un adjetivo que me guste, pero es que es rematadamente “romántica”. Para consumir con un vino y unas velas.
El momento: Cualquier “I don’t know, I don’t care” me derrite, pero los de la coda, que parece que han bajado dos Michael McDonalds del cielo a cantarlos, son sublimes.
231. Lindsey Buckingham, Soul Drifter
Lindsey Buckingham en solitario supo prolongar el embrujo de los Fleetwood Mac durante unas pocas décadas más, y todo gracias al simple truco de estancarse en el sonido del
Tango in the Night: este "Soul Drifter" bien podría ser un corte de aquel álbum. Buckingham no sólo es uno de los guitarristas más infravalorados de la historia (que lo es) por ser un genio técnicamente (que también lo es), capaz de cambiar sin fisuras entre solos sísmicos y
fingerpicking de suma complejidad, sino por que amolda el instrumento a su voluntad. Aquí a menudo suena como un arpa, insuflando a la canción de esa volatilidad tan alegre (como lo hacen los sublimes
backing vocals en tantas otras obras de este hombre, con y sin los Mac). La sensación general es de una paz absoluta, la de un hombre que ha conseguido independizarse de su convulsa banda y hacer lo que le salía del alma: una genialidad.
El momento: hacia el final, cuando Lindsey evoca el "
The Lion Sleeps Tonight" momentáneamente. El disco está plagado de reminiscencias sesenteras, pero esa es la más obvia, y funciona perfectamente.
230. Men at Work, Overkill
"Overkill" es de esas que repite de la lista de 2013, porque su encanto multi-generacional no se ha apagado con el paso de los años (para mí es una firme candidata a resurrección tik-tokera cualquier día de estos). Es un himno a esos días tristes, de los que nos recuerda que para que salga el arcoíris tiene que llover y esas cosas tan Mr. Wonderful, pero sin sonar almibarada ni condescendiente en ningún momento, lo que resulta raro viniendo de un grupo como Men at Work, tan desenfadado e irónico. Pero aquí no necesitan renunciar a su esencia, a su característico saxofón o a la voz chillona de Colin Hay, que sí que cambia un poco su registro habitual para convertirse en nuestro guía en la oscuridad, alguien que ha vivido el infierno que nos narra, la pesadilla de esos pensamientos intrusivos que no se marchan. Lo de convertir el dolor en arte es un cliché, lo sé, pero no se me ocurren muchos ejemplos mejores en el pop.
El momento: la estrofa final, donde Hay sube una octava y nos agarra el corazoncito con más fuerza que nunca.
Que Rundgren no tenga una calle con su nombre en todos los municipios del mundo es una ordinariez. Este señor ha hecho más por mantener el pop interesante que casi nadie, y en pocas ocasiones es eso tan evidente como en “Hello It’s Me”, la mayor joya de su fascinante repertorio. Años y años de I-IV-vi-V nos han desensibilizado a la hora de detectar progresiones de acordes que no sean pura bazofia, pero el bueno de Todd nos trae una terapia de choque en la que recorremos vertiginosamente una paleta de sentimientos deliciosa: arrepentimiento, súplica, confesión, y una dosis no letal de babas muy respetuosas. Para ser tan intrincada, la versión de estudio resulta casi improvisada, una sesión entre colegas que va convirtiéndose en un diamante. Es la única canción de Rundgren de esta lista, pero su huella aparecerá por todas partes.
El momento: Todd llega al éxtasis definitivo cuando la canción modula por enésima vez: “think of me / YOUUUUUUU / you know that I’d be with you if I couuuuld”. Los pelos como escarpias.
228. Glen Hansard y Markéta Irglová, Falling Slowly
Lo confieso: no he visto
Once, y de hecho no tengo grandes intenciones de hacerlo pese a ser un enorme entusiasta de las películas románticas que se centran en una pareja deambulando sin rumbo por alguna capital europea. Pero "Falling Slowly", ganadora del Óscar a mejor canción, me lleva acompañando mucho tiempo, siendo parcialmente responsable de mi idealización del amor como objetivo último de nuestra existencia, o algo parecido. Hansard e Irglová comparten las estrofas, armonizadas, mientras caen rendidos a los pies del otro, obnubilados: el protagonismo de Hansard es mayor como voz principal, pero la intervención de Irglová por detrás, con su suave voz adornando la de él, más curtida, es igualmente importante. La química del dueto es innegable, y convierte esta balada folk en algo asombroso.
El momento: cada vez que Hansard salta al falsete en ese "we've still got time". Empatado con la melodía de violín justo antes del final.
George Michael salió de Wham! como un crío jovencito con una galopante crisis de identidad. En la cara A de su fundamental
Faith de 1987, debut en solitario, se disfraza de emancipado rockabilly, turista en el Oriente, huésped de la
horny jail, y pecador compungido. Es en el último corte en el que se pone el traje de Sinatra y nos regala la mejor balada jazz de la era MTV, “Kissing a Fool”, un movimiento tan absurdo como mágico. Quien lo siga infravalorando es porque, obviamente, no lo ha escuchado aquí: como a un
crooner de Las Vegas le sentimos dominar el imaginario escenario, su voz meticulosamente controlada a lo largo del sinuoso tema hasta que llega al momento de dictar sentencia. Podía haber colonizado las listas durante generaciones, firmado residencias millonarias en los mejores casinos, o sustituido a Freddie; lo que hubiera querido, si todo hubiera sido un poquito más fácil. Ahora sólo podemos echar de menos su talento.
El momento: el crescendo en el que Michael da rienda suelta a su torrente vocal que es miel pura: “but remember this, every other kiss…”
Veo doble. ¡Cuatro Simply Reds! Pero... oh no, ¿por qué viene detrás de él una banda de batucada? Juntar el carnaval de Río de Janeiro con el soul blanco podría haber acabado como el Rosario de la Aurora, pero Mick Hucknall hace que funcione. ¿Quién hubiera dicho que el pelirrojo favorito de los boomers era capaz de hacernos gozarlo de esta manera? El secreto está en el increíble build-up hacia el éxtasis, ese enigmático bloque ternario que parece a punto de caerse, pero que se enrolla en nuestras caderas con la tensión justa para, cuando toca desparrame, ponernos a girar como una peonza. Imposible resistirse, impensable huir, porque incluso huir es un estilo de baile (y van dos referencias a los Simpsons en un párrafo). No volveremos a ver a Simply Red por estos lares, pero su despedida nos deja con el mejor sabor de boca posible.
El momento: amo ese piano estilo house que riega el estribillo más festivo que te puedas echar a la oreja.
Y hasta aquí las primeras 25, volveremos cuando se tercie con otra tanda más, que si no no cunde. Entre tanto, podeís escuchar nuestro
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