miércoles, 31 de enero de 2024

Anochecer en Waterloo: Manifiesto no solicitado sobre el estado de la crítica musical, dadas las circunstancias

Madre mía, "Desmotivaciones", qué salva inicial, ¿no?

Para hoy tenía programada una entrega más del recorrido solipsista por mis 250 canciones favoritas, pero recientes acontecimientos me instan a dar un paso atrás. Pitchfork, el adalid de la música independiente, ha sido engullido por el capitalismo, pasando a ser una parte más de un conglomerado acéfalo al que poco le interesa, todo apunta a ello, el último disco de Ty Segall. Pero eso no es lo peor.

¡Lo peor es que nadie me ha preguntado a mí! Quince años hace ya, y quince años tenía, de la primera reseña de este blog, una vaporosa review de Back in Black de AC/DC, sin contenido redimible alguno. Las tildes son opcionales, el análisis es somero como poco, y en cada palabra fluye una diminuta corriente de esnobismo mal disimulado, tratando de ocultar el hecho de que, si soy sincero, Back in Black me suda bastante las narices, y también lo hacía entonces.

El caso es que mi veteranía es un grado, y en esta década y media (muy interrumpida, todo hay que decirlo) creo haber ganado algo de integridad periodística, cosa que se ha traducido en un número de visitas en perenne mengua. Rockrítico es una víctima más de la muerte de este formato, especialmente si fingimos que algún día nos leyó alguien. Que ese presunto millón de turistas en este nuestro apartahotel de la melodía que me indica la página de estadísticas de Google no está compuesto, en un 95%, de spambots y robots de crawling para buscadores. Pero prefiero creer que no; en parte por sentido común y humildad, en parte porque si cada lectora me diera una peseta... Falta de sentido empresarial, qué le vamos a hacer.

Que no, que esta mota de polvo en el ciberespacio que es, y siempre será, un hobby, es irrelevante, y más aún puesta al lado de gente real perdiendo su empleo, viendo como años de dedicación, de pasión, se van por el retrete de los informes de beneficios. Pero ahora el punto de mira pivota, como es inevitable, al diagnóstico de la situación. Yo a Ted Gioia no lo he leído, en parte porque no he querido contaminar mi propia perspectiva antes de ponerla por escrito, pero por la cantidad de veces que he visto su nombre pululando por las redes, ya ha dicho todo lo que había que decir al respecto. Así que si tu viaje en este artículo acaba en ese enlace fucsia, enhorabuena: es probable que sea una mejor inversión de tu tiempo.

No pensé que iba a decir esto, pero volvamos a Back in Black. En su zafiedad patente, creo que mi comentario de entonces condensa bastante bien una escuela de pensamiento bastante extendida en lo que a la materia crítica se refiere: el prescriptivismo. Alguien, con el poder que le otorga un ejemplar de primer prensado de Hot Rats, por decir algo, se erige en autoridad máxima de lo que es moralmente aconsejable escuchar. "Imprescindible para todo heavy o melómano en general", me pronuncio, esdrújulas esquivas aparte. Qué arrogancia. Ni una frase se malgasta en explicar el porqué de tal estatus; es, al parecer, autoevidente. 

Tales pretensiones son un síntoma, por suerte no terminal, de rockismo hasta la médula, una palabra que causa vade retros sea cual sea tu posición en el espectro de opiniones al respecto. Por definir el término, en palabras parafraseadas a Kelefa Sanneh, el paladín que lo derrotó un poco a su pesar, el rockismo es "reducir la música rock a una caricatura, y luego usar esa caricatura como arma". AC/DC son un ejemplo de lo más adecuado: una banda de gamberros disfrazados con ganas de liarla parda, cuya obsesión con el sexo y el alcohol ha dado en ser, en vez de una patología que habría que revisarse un poquillo, la maldita EBAU de la autenticidad. La postura rockista viene a condensarse en que si lo que sale de tus altavoces no lo engendraron cuatro anfetamínicos a golpe de guitarra, cámbialo.

Hay matices, por supuesto: no es igual considerar prototipos del rock a AC/DC que a Queen que a Pink Floyd que a los Ramones que a los Red Hot Chili Peppers. Cambia la droga (bourbon a bidones / cocaína / LSD / pegamento / heroína, aunque los hay polifacéticos), y cambia el sonido. Pero el quid de la cuestión sigue siendo el mismo, la vara de medir igual de larga, de blanca, de masculina... ¿Qué jardín, eh?

Pronto, llamémoslo la ley del péndulo o dialéctica hegeliana o que lo de Nickelback era ya indefendible (mentira), ese rockismo imperante fue derrocado por su opuesto, con un nombre (como sus canciones fetiche) más pegadizo. El poptimismo nos liberaría del yugo de tener que decir que al Use Your Illusion no le sobra ni una coma, y pondría el foco por fin en los sectores olvidados. El pop, por supuesto, pero también el hip hop, el country, la electrónica, la música regional de Afganistán a Zimbabwe, todo con un enorme regocijo. Una apisonadora de amor que, desafortunadamente, llevaba en su maletero un germen de destrucción.

Que yo, si me tengo que poner a un lado de la balanza o al otro, lo haré del que dice que E·MO·TION es una obra maestra del arte occidental sin duda alguna, faltaría más. Pero es cierto que, desde lo meramente práctico, la segmentación del mercado existente con el régimen previo era más sencilla de mantener. Antes tenías a les heaviatas, contentes cual castañuelas de tener un nuevo y potable disco de Judas Priest que llevarse a la boca, ajenes a la existencia siquiera del adictivo disco de Chic, con les fans de esta última banda totalmente indiferentes a ese tal Waylon Jennings y su honky-tonk salvaje. Y a les primeres podías recomendarles a Saxon, a les segundes a Evelyn "Champagne" King, a les últimes a Tom T. Hall con una ligera certeza de que la sugerencia no caería en saco roto, que sus oídos colectivos disfrutarían de esas nuevas opciones.

Un momento, ¿recomendar? ¿Para eso estamos aquí? Sí, creo que es la palabra que mejor lo resume: el cometido de la crítica, en origen al menos, es ahorrar esfuerzo a les consumidores, seleccionando por elles los productos que pueden aportarles la mejor relación calidad/precio posible. Es muy noble ese objetivo, pero al mismo tiempo me temo que es un taburete de dos patas. Como la rata de Paquita. 

Primero porque la métrica esa de la "calidad" es, y me da igual a quién me lleve por delante con esta opinión, subjetiva, cuando no irrelevante. Incluso si imaginamos que hay unos KPIs mensurables, unos diodos LED que se ponen en verde cuando metemos una obra maestra en el input de nuestro circuito, está claro que a nuestros cerebros, a groso modo, se la refanfinflan. Me da igual que Fantano, o Christgau, o Theodor Adorno resucitado de entre los muertos digan, con todo su buen criterio, que tal cosa o tal otra es merecedora de entrar en el olimpo artístico de nuestra especie; una vez puse el Kid A en casa y mi madre preguntó si lo había hecho yo. Quizá no sea la forma más dañina de gatekeeping, pero la preexistencia de un canon determinado por unos pocos y a menudo inaccesible, debe haber ahuyentado a incontables aspirantes a melómane. "Oh, aquí dice que The Velvet Underground & Nico es el álbum más influyente de la historia, vamos a ver qué taaaaAAAAAAAAH MI CÓCLEA". Mentira, porque empieza con "Sunday Morning" que es muy bonita, ¿pero qué cara se le queda a nuestro strawperson para cuando llega "Venus in Furs"?

O sea, que salvo que queramos seguir contribuyendo a este proyecto de preservación de artefactos culturales para futuras generaciones que, oremos al Señor, compartirán nuestros estándares estéticos (y vistas las fluctuaciones en opinión que han exhibido algunos medios especializados, parece bastante utópico pensar que así sería), habría que ir reemplazando el concepto de calidad por algo más tangible, como "disfrute". Una cosa como más personal, en la que les lectores puedan encontrar joyas adecuadas a sus cada vez más fragmentados gustos, casi como si de un perfil a medida se tratara...

Esto ya existe, obviamente, y es el principal responsable de que haya saltado por los aires el gremio de la crítica musical. El villano de la historia. El algoritmo.  

Ya no hay tribus; ahora hasta al tío con la camiseta de Kreator más pringosa del mundo se le ilumina la cara con Phoebe Bridgers, la gran fan de Charli XCX se pone mustia porque se le solapa con La Paloma en el Primavera. La propia música de nuestros días refleja este eclecticismo, y no hace falta irse al underground para verlo: intentar encasillar al ser de luz himself Omar Montes en el flamenquito, el urbano, el rap, o la música latina, es tan fútil como pretender que el susodicho intente dar una nota afinada. "Abandon all hope!".

Nuestro amigo invisible consigue de un plumazo aventajar al humano: es consciente, a su programática manera, de la totalidad de la creación musical (aspectos éticos de ello aparte), y capaz de suministrarnos cápsulas de oxitocina con mayor o menor efecto. Delegar en su cuasi-infinita sabiduría nos ahorra tiempo, salvándonos de tener que excavar por nuestra cuenta. Que para mucha gente, yo incluido, es parte de la magia de la música, pero queda claro que no estamos en mayoría. Añade a los parámetros unas gotitas de payola, el ingrediente secreto, y te queda un sistema inhumano, aburrido, y perfectamente funcional para el 99% de la población.

Con las manos atadas ante lo inviable de cribar todo lo que existe, y sin la atención de la opinión pública, la crítica se vio ante el dilema de especializarse y disminuir su nicho de mercado hasta la insignificancia, o hacerse uno con el establishment. Esto último es lo que los reductos rockistas achacan al poptimismo, haberse convertido en una especie de club de fans de las superestrellas, dando más espacio a Beyoncé, Taylor Swift, BTS, etcétera, que a los pequeños grupos que se beneficiarían más de ese chute de publicidad. Ante la precariedad que las olas de despidos han expuesto, no se les puede culpar de ir a donde están los clics, pero el discurso alrededor de todo esto ha quedado mermado, consistiendo poco más que en reacciones mononeuronales como "who?", "we stan", "Cardi better", "come to Brazil" y sucedáneos.

Eso en el mainstream; está claro que hay vida más allá en magazines y portales independientes que sobrevivirán a duras penas, y a los cuales deseo la mejor de las suertes. Quizá sea eso a todo lo que se pueda aspirar, pero estos canales suelen pecar de ese positivismo excesivo (para qué arriesgarse a ofender a nadie con opiniones poco favorables) del que se quejan los férreos puristas. En los medios más humildes, además, tiende a gestarse un desequilibrio, deshonesto aunque comprensible, que se materializa en una relación simbiótica entre artista y articulista donde ambas partes se encargan de darse visibilidad mutuamente. Un método lento, y no muy fiable (he leído en no pocas ocasiones que una vez la reseña está en el éter de Internet, al objeto de ella se le ha olvidado dar el retweet de rigor, un faux pas imperdonable), pero al que toca recurrir cuando no queda otro remedio.

Es en este punto donde sería lo suyo plantear soluciones, aunque apetezca dar la batalla por perdida. Yo lo tengo fácil: escribir sobre música es una afición, y dispensar homeopatía a estas alturas parece pretencioso hasta para mí. Aun así, todo esto pesa un poco, y uno no puede evitar preguntarse qué tiene que aportar desde su amateurismo ante esta vorágine. Así que esto es lo que quisiera hacer yo:

  • Evocar: tengo por ahí posts analizando álbumes y canciones que transmiten la misma joie de vivre que el prospecto del Enantyum. No hace falta ser Cortázar, pero hay que tratar infectar al que lee de un sentimiento lo más próximo posible al que irradia la música de la que escribo. Que se note que hay algo de pasión aquí, que eso el perverso algoritmo no lo puede imitar.
  • Educar: suena condescendiente pero es todo lo contrario. La sobreexposición al contenido constante, de alguna manera, no ha aniquilado la curiosidad de la gente. Si se desmontan las barreras tradicionales de la divulgación, y se acerca uno a la gente para irla llevando poco a poco a su terreno, hay futuro. Altozano tiene millones de seguidores, y no creo que estén todes en el conservatorio.
  • Explorar: asumiendo que la vida tiene una duración finita, hay que congraciarse con la realidad de que nuestro mapamundi de la música va a quedarse con cuadrantes sin cartografiar. Pero cuanto más se navega, más referentes se crean, y más te enamoras, tanto de lo conocido como de las inmensas posibilidades de la terra incognita. Es la mejor forma de mantener viva la llama.
  • Exponerse: si queda algún rastro de tu persona entre tus palabras, pues mejor que mejor. Mira a Bangs, a Kael, a Ebert: sus opiniones, salvo en casos muy puntuales, se han olvidado, pero lo que latía dentro no. Gasolina ardiendo, veneno iconoclasta, fervor contagioso; fuera lo que fuera, es la impronta que ha permanecido. Nada de medias tintas, de tibieza, de paparruchas. Hay que sangrar.
¿Salvaré a las ballenas? Quizá no, pero en el mejor de los casos habré hecho algo de lo que estar orgulloso, que ya puedo darme un canto en los dientes.

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